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México, Distrito Federal, Mexico
Profesor normalista por la Benemérita Escuela Nacional de Maestros; Hizo estudios de Literatura Dramática y Teatro en la UNAM; de Composición Dramática con los maestros: Luisa Josefina Hernández y Hugo Argüelles; De Novela con el Maestro Andrés Acosta; Ha fungido como Jurado en varios eventos de Teatro y de Poesía. Como actor participó en la Compañía de Ofelia Guilmain y en innumerables producciones teatrales a lo largo de treinta años de carrera ¡Y sigue activo!. Como docente ha puesto en escena las obras maestras del teatro clásico y contemporaneo. Es socio de SOGEM y de la ANDA y actualmente se desempeña como Profesor de Teatro en el Instituto Mexicano del Seguro Social y de la Universidad Simón Bolivar. Es un prolífico autor teatral y sus obras más representadas son: "El Diablo no es tan Diablo", "Una Bruja a tu Medida" y "De Veras... La Salud Mental", escribe también cuentos y novelas.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Caballo... Viento... Caballo

Mariano se arrimó un poco más a la lumbrada que para ahuyentar el frío habían hecho todos aquellos hombres que como él esperaban que amaneciera, llenos de tensión, aunque era de los que mejor lugar tenía y las llamas hacían danzar sus facciones, no lograba entrar en calor y era porque el frío que le lamía las carnes no venía de afuera, sino de su puro miedo atroz e incontenible que no quería confesar, pero que lo hacia temblar incontrolablemente.
Apretó los puños... una ráfaga de viento levantó chispas del fuego que rápidamente consumía los leños sobre los que bailaba.
El viento, el mismo viento siempre -no hay otro m’hijo- solía decirle su abuelo cuando juntos galopaban muy contentos sintiendo cómo les refrescaba la cara y jugaba a tirarles el sombrero.
-Este viento es el mismo que se anda paseando por otras tierras lejanas y distintas a la nuestra. Huélelo, trae aromas de otros fogones, de otras comidas... otros árboles, montes... el mar. Si te fijas hasta como que suena a otros idiomas; la cosa está en poner atención-.
Don Isauro Méndez era un hombre con una sensibilidad especial; de ésos que le encuentran lo bonito a las cosas más sencillas de la vida. En las noches de luna le gustaba llevarse a Mariano, su nieto preferido, a escuchar -no nomás las oigas, escúchalas que’s muy distinto- cómo cantan las chicharras cuando se buscan.
Cuando tenía sed le daba de beber agua simple –así solita sin echarle nada-. Lo enseñó a respetar y bendecir la tierra –Más que hasta a tu propia madre, pos al fin es la madre de todos nosotros, de tu abuela, tu bisabuela... Es creación de Dios y eso es sagrado- Pero sobre todo, lo enseñó a amar a los caballos.
Fue Don Isauro quien como regalo de primera comunión le dio a “Panchito”, un alazán enorme que lo hizo correr empavorecido a los brazos de su madre cuando, parado en sus dos patas traseras le tronó un sonoro relincho a manera. de saludo.
La fascinación que esos animales ejercieron en su ánimo era incomprensible para él; si bien eran hermosos, tenían algo que lo obligaba a acercárseles con respeto: belleza y fuerza, ligereza... vida... poder. Lo embelesaban, lo asustaban... Pero le gustaba montarlos.
Una sensación extraña lo invadía cuando montado a pelo, sentía bajo sus piernas el palpitar húmedo y caliente de “Panchito”.
Una vez mientras contemplaba con su abuelo cómo el viento empujaba las nubes, enormes bolas de rastrojo celeste que se encimaban unas sobre otras, el viejo le dijo -El viento es un caballo, míralo cómo corre, por el mar, por el cielo-.

II

-¡Quihúbole! ¿Por qué tan callado?.
Mariano volteó y vio a Don Fermín. A la luz de la hoguera no parecía tan decidido, mas bien daba la impresión de ser un hombre a quien se necesitaría mucho para sacar de sus casillas; su rostro apacible nada tenía que ver con el líder que a grito vivo; con la voz despellejándole la garganta, había animado a toda esa gente defender con lo que fuera preciso, la vida misma, ese pedazo de tierra que serviría, decía -Para hacer más digna la vida de las mujeres y los hijos-
Había que demostrarle al gobierno que estaban cansados de que les vieran las caras de pendejos; la gente necesitaba vivienda digna -¿O qué no? ¿Era tan dificil entender eso? ; nadie que tenga dignidad puede vivir en minas de arena con el permanente riesgo de amanecer un día sepultado bajo toneladas de tierra. O en las orillas de los tiraderos de basura soportando la pestilencia de los desperdicios de los dizque ciudadanos de primera. Porque aunque no lo crean, en esta ciudad hay categorías de ciudadanos: los hay de zonas residenciales, pinches clasemedieros que son los peores y los jodidos, nosotros. Pero todos necesitamos donde caerle. Por eso hay que obligar al gobierno a que se siente con nosotros a negociar y se deje de andar amenazando con echarnos por la fuerza-.
-Aquí nomás acordándome de mi tierra, de mi gente- respondió Mariano sonriendo amigable.
-No es hora de andar mirando pa’tras Mariano... hay que ver pa’lante, al futuro, hay que echarle buenas vibras al asunto-.
-Usté no cree que nos saquen-
-Claro que no, al gobierno no le conviene, menos ahorita con eso de las elecciones no quieren pedos, vas a ver-.
-Pero no hay que confiarse, respondió Mariano, esa gente del gobierno es muy cabrona y muy matrera; aunque uno tenga la razón hacen lo que se les da la gana. Si uno tiene la desgracia de que les guste su tierra pos ya se chingó el asunto, se la quitan a uno por más que se defienda.
-Eso le paso a tu abuelo porque no sabía nada de leyes-
-Sí, él confiaba en la gente-
-Pos que pendejada-
-Pendejada fue que me lo mataran. Ojalá fuéramos como los animales- dijo Mariano removiendo las brasas con una varita -como los caballos, con ellos si que sabe uno a qué atenerse.

III

No dijo más; un gruñido sordo, como si empezara a temblar la tierra se dejó escuchar. El grupo se incorporó rápidamente, viéndose unos a otros con el azoro dibujando un rictus de estupidez en los rostros. Fue sólo un instante porque de inmediato y por la orilla del campamento la estampida humana se generalizó.
Las mujeres corrían despavoridas buscando a sus hijos, tratando de protegerlos de un peligro que aún no identificaban; los niños lloraban y gritaban aterrorizados; pasado el primer momento de vacilación los hombres cogieron lo que más a la mano encontraron para defenderse. Uno de ellos, con el terror llenándole de arena la garganta llegó hasta Don Fermín y Mariano.
¡La caballada! ¡La caballada! Gritaba; ¡Nos echaron a la Montada! ¡Qué hacemos!.
¡Tírense al suelo! ¡No corran!... Don Fermín corría de un lado a otro tratando de organizar el caos.
Demasiado tarde; en una acción fulminante “alguien” había decidido escarmentar a quienes invadían la propiedad privada tan celosamente protegida por el Estado.
La Policía Montada, en una efectiva formación de abanico tundía inmisericorde a hombres, mujeres y niños.
-¡Ora si cabrones ya se los llevó la chingada!-
Era una acción salvaje, rápida, precisa y terrible.
Cuando Mariano pudo reaccionar buscó a Don Fermín y lo vio corriendo ladera abajo perseguido por un montado, quien con un certerísimo golpe de tolete lo derribó haciéndolo rodar con las piernas quebradas.



IV

¿Qué impulsa a un hombre a reaccionar aún a pesar de su propio instinto de conservación y lo hace acometer empresas que pueden parecer heroicas y hasta insensatas?.
Nadie puede decirlo, ni siquiera Don Fermín, pues cuando fue entrevistado por los reporteros, sólo habló incoherencias referentes a su salvador: Un muchacho provinciano que tenía poco de haber llegado a la colonia y que con ojos de loco se lanzó sobre el policía, lo derribó, tomó por la brida al caballo y no lo soltó ni aún cuando el animal encabritado y echando lumbre por el hocico y los belfos. –Sí, era lumbre, era un animal del infierno, aunque no lo crean y me miren así- lo sacudía como a un muñeco desarticulado, para después caracolear sobre él -como si bailara, como si le gustara hacerlo- destrozándolo bajo sus patas.
¡Fue algo terrible! Sollozaba Don Fermín temblando por la calentura, ¡terrible!, cuando me acerqué para tratar de ayudarlo, el muchacho se moría... Todavía me suenan en los oídos sus palabras...
Caballo... Viento... Caballo...
Quién sabe qué habrá querido decir.

Cuauhtémoc D.F., abril de 1993

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